Cuando me di cuenta, ya estaba todo lleno de sangre. Charcos sembrados por el suelo, y algunas huellas dejando rastro por toda la habitación. Las paredes también habían recibido su ración, y los hilos rojos seguían creciendo lentamente hacia el suelo. No sabía muy bien cómo había sucedido, y no recordaba nada desde que había dejado a mi hija en el colegio.
El salón, por lo demás, seguía vacío salvo por las cajas precintadas. Apiladas en la pared más alejada de la puerta, apenas había unas pocas gotas en un par de ellas. La triste bombilla, balanceándose, daba a la escena un aspecto tétrico.
Eché mano al bolsillo y saqué el móvil, aunque no sabía a quién llamar. Me acerqué a la ventana y, apartando la cortina con la mano, marqué el número de la policía mientras recorría con la mirada la calle. Estaba lloviendo, y los coches pasaban despacio.
- Tenía razón el guiri. Nos hace falta aprender a conducir con lluvia - dije en voz alta.
No cogían el teléfono, ni saltaba ningún contestador. El cielo se encendió con tonos púrpura, de repente. Las cortina que todavía sujetaba se me escapó de las manos y cayó hacia el techo mientras el vidrio de la ventana saltaba en pedazos. "Suerte de gafas", pensé. Empezaba a oler a quemado, a pelos chamuscados, a electrónica recalentada, a papel ardiendo. "No entiendo nada".
- Se busca experto en nuevos dispositivos - comentaba Matías Prats en las noticias, justo antes de que un trozo del marco de la ventana se incrustara en el centro de la pantalla. Ya ves tú para qué.
A cámara lenta, me voy quitando tres trozos de cristal del brazo y el costado. Las gafas, cuarteadas y empañadas, terminan la frase. La bombilla del techo oscila desmañadamente, y las sombras salen de la ventana y vuelven a entrar por la puerta. Doy un par de pasos por el techo, que ahora está a mis pies, y me siento en el borde superior del hueco que dejó la ventana al saltar por los aires. Desde esta postura, la bombilla se yergue erecta como un globo de helio nervioso. Me levanto y me acerco a la bombilla. La golpeo con el dedo, con un golpe seco de canicas, y espero mientras vibra hasta detenerse. "Claro, que ya he soñado con esto".
Yo y mucha gente más. Al principio todavía escuchaba los comentarios de otros, en el trabajo o por la calle, pero poco a poco los susurros remitieron y fueron reemplazados por las miradas soslayadas, como de complicidad. Cuando, los de la primera oleada, vieron que los sueños absurdos eran coincidentes, se callaron. Los segundos interpretaban el ostracismo como rechazo o repudio, y se callaron. Los terceros ya no encontraron a nadie que les escuchara. Yo era un adelantado, y no me pude sentar a observar a mi alrededor las reacciones, sin tomar parte.
Por raro que parezca, las cosas todavía conservan cierta lógica dentro del absurdo rododendro. Esto es normal, que en el desvarío del fin del mundo se encuentren pautas en las situaciones más absurdas canciones. El sereno pasó por la calle mientras un fuerte viento remitía y daba paso a nuevas precipitaciones. "Estoy perdiendo la cabeza".
Esto si no la había perdido ya, arrancada de cuajo por un fragmento de vidrio verdoso, de forma triangular, que había visto abalanzarse sobre mí, dando volteretas. Suerte que me dio de plano, o no estaría contándolo ahora mismo.
Siguiente... Esta noche estamos de suerte, sobre todo teniendo en cuenta que son las cinco de la tarde y no debería estar tan hambriento. Pero claro, en la reunión sólo he comido 3 o 4 mediasnoches con lomo y fuet, y una ración minina de risoto. O como se llame. Qué putada; dejar de existir con hambre es como desaparecer un poco menos.
No es un día de hacer cosas normales. Vamos a volar un rato... Me acerco a la ventana, y hago el pino hasta rozar con los pies una de las cajas de mudanza. Me impulso con los brazos hacia el suelo, y de nuevo el centro de la Tierra me atrae hacia sí. Por el sonido, creo que me acabo de cargar parte de la vajilla buena (antes de estrenarla; no hay que reservarse tanto), pero al menos ha amortiguado el golpe. Desde el suelo, y con el cuerpo orientado en el sentido habitual, vuelvo a ver el cielo por encima del tejado de enfrente. Ahora es verde esmeralda, y unos círculos amarillos se mueven haciendo zigzag mientras suben. Cierro los ojos y sigo viendo los círculos, o al menos parte de ellos. Mal asunto; parece que tengo agujereados los párpados, así que ya me puedo ir buscando un antifaz con lo porculero que soy para dormir.
Abro los ojos. Barro con mi mano el aire, con un único movimiento,un arco lento, como un gesto de despedida, cubriendo con el desplazamiento la superficie aparente de la ventana desde mi punto de vista. Como si fuera una brocha, el hueco de ventana, descubierto tras el paso de la mano, aparece de nuevo cubierto con una membrana roja. La superficie está cubierta de líneas, gruesas en un lado, ramificándose hacia el otro como nervios o venas.
Se va haciendo tarde. Estoy cansado, porque esta noche no he dormido bien. Me acurruco entre las cajas, cierro los ojos (los párpados parecen intactos) y caigo rendido en el acto. El mundo, que tanto esfuerzo me cuesta mantener girando sobre su eje, se desvanece y finalmente deja de existir. Desde siempre y para siempre.